Una foto.Un texto.Your mother wouldn’t like it
If the conditions for revolution are not ripe, the true revolutionary will create them.
A los ocho años me escapé de mi casa.
Por entonces vivíamos en Callao y Las Heras, yo iba al St. Catherine’s y era íntima amiga de una chica a quien llamaremos Madeleine (primero porque era su verdadero nombre, segundo porque no tengo ganas de ponerme a inventar uno ad-hoc). Me da fiaca ponerme a describir los pormenores de nuestra casi filial amistad, cuánto nos parecíamos y entendíamos y como la molesta de la mujer de su papá, que era psicóloga, rompía las pelotas con que parecíamos siamesas y cómo se lo pasaba intentando armarle a Madeleine programas con otras compañeras para que fuera más sociable. Tampoco es mi intención relatar las mil y una aventuras que vivimos (entre las cuales “la gran escapada” fue sólo una) ni describir los pormenores de nuestra relación. That, my beloved reader, you will have to imagine.
La cosa es que siempre nos contábamos cuentos mutuamente, y los de M referían casi en su totalidad a las imaginarias huídas de su casa. Ya no me acuerdo ninguno, salvo el que tenía lugar en Punta del Este, y cómo había vuelto escondida en la bolsa de un vagabundo hasta los amantes brazos de su abuela, que la esperaba con la bañadera llena de espuma y scons para el té, pero siempre hablábamos del día en que nos íbamos a tomar el palo juntas.
Eramos muy chicas, asíq ue no consideramos jamás qué iba a ser de nosotras cuando volviéramos (estaba claro que eventaulmente lo haríamos), a dónde íbamos a ir ni qué íbamos a hacer con nuestra tan ansiada libertad. Un día iba a venir a casa a jugar después del colegio y en algún momento de esa tarde convenimos que esa la oportunidada perfecta para rajar. Tan naturalmente como si hubiéramos decidido tomar el té mirando el chavo del 8, no es que estuviéramos todas histéricas y adrenálinicas y no pudiéramos pensar en otra cosa. “Hoy nos escapamos”, y fue.
Llegamos a casa y antes de subir pasamos por el kiosko. El kioskero se llamaba Mario, era mi kioskero, yo siempre le compraba las figuritas de Rainbow Brite, y en esa ocasión nos regaló un par de Sugus sueltos. Subimos, miramos algo de tele, y le preparamos una cartita de despedida al bueno de Mario, llena de corazones y boquitas que tiraban besos. Después fuimos al hall de entrada (mamá estaba en el comedor, escribriendo algo en el comedor) con una soga para saltar y tras atar una de las puntas al picaporte de la puerta, nos pusimos a hacer de cuenta que saltábamos (mi mamá es bastante boluda, si yo no sabía saltar a la soga). Eventualmente decidimos era el momento indicado, abrimos la puerta y corrimos al ascensor. No venía. Bajamos corriendo hasta el piso de abajo y lo llamamos. A todo esto, mamá enojada nos gritaba que subiéramos ya. Seguimos bajando hasta el quinto (yo vivía en el catroce), agarramos el ascensor y llegamos a la planta baja. Sin apuro le dejamos la carta a Mario, volvimos a pasar por la puerta de casa (quizás cruzamos? no me acuerdo de nada) y seguimos viaje. Entramos a caminar mientras charlábamos no sé bien de qué, pasamos por la Recoleta y bajamos a Figueroa Alcorta. Nos sentamos un rato en una plaza (sin miedo, sin culpa, sin pensar siquiera en mi vieja buscándonos, nada) y seguimos hasta ATC. Nos cruzamos con un policía y le dijimos que no estábamos perdidas, que habíamos ido al kiosko porque nos habían dejado (el tipo ni siquiera nos había mirado) y el oficial aprovechó y nos enseñó a no cruzar en diagonal. Llegamos a Palermo Viejo y teníamos sed, a Madeleine se le ocurrió que podíamos pasar por lo de se abuelastra a pedir un vasito de agua, y como estábamos cansadas quizás tirarnos a dormir un rato. Entramos, nos dieron nuestros vasos de agua y tras un par de preguntas llamaron al padre de mi amiga, quien tras una buena media hora nos vino a buscar.
Estaba enojado, nos llevó en taxi hasta mi casa. Mi madre, mi padre, mi abuela, mis tías, la madre de M, su abuela y el kioskero: menudo comité de bienvenida. Mario dijo que si fuera su hija me daría tremenda paliza. Del resto no me acuerdo demasiado. Me daba miedo papá, a esta altura presentía que la onda no era como en las historias de Madeleine y que lo más probable era que me terminara surtiendo, así que pensando rápido le dije lo que presentí querría escuchar: había sido idea de ella, no me había gustado desde el principio pero no me animé a decirle que no para no quedar mal. Se lo tomó con sorprendente calma y me dejó en manos de mamá, que subiendo el ascensor me recitaba muy caliente el millón y medio de penitencias con las cuales se suponía que iba a cargar, mientras me pedía algún tipo de explicación. Le dije lo mismo que a papá, no se la comió y me trató de dar un par de cachetazos. Después ya no me acuerdo, pero no hubo demasiado quilombo.
Ocho años. Antes de pornerme a escribir entré al cuarto de Eddie para preguntarle qué edad tenía, pero no se acordaba del evento. Eras muy chica me dijo Bea, menos de nueve años.
Un video.Una autora.Lola Copacabana.